Mi cuarto está tomado, un niño de dos años que se asustaba con la lluvia pirotécnica que parecía caer sobre su cabeza (hace un par de horas) es el invasor. Duerme, y yo, velo su sueño por algunos minutos mientras la madre lava mamilas. Escribo y mi piel se ilumina con las luz verde de una lámpara que hice con mis propias manos (con la ayuda de muchas otras, equipo empresarial, calificación: 10). Mi cuarto en penumbra pierde el sentido de mío, ni mi cuarto ni mi casa, no tengo pertenencias. No tengo lugar.
Busco estampar sobre algún muro real el certificado de propiedad, pero los muros reales son caros, buscaré entonces un aire propio, un muro estructurado con esperanzas que muten en realidades. Cedo lugares y miro mi hora de partir, agendada, el tic-tac inicia.
Observo cansada, he caminado por el pueblo donde aún se celebran las fiestas de parroquia con castillos y lluvias de fuegos artificiales, tamales, atole y churros cubiertos de azúcar. Quise entristecerme para crear drama, fue un fracaso, perdí la capacidad de la añoranza prematura.
Han dejado de importar los colores, las luces, los sabores, ni siquiera me detendrán los cariños, los empacaré y viajaré con ellos. Tengo la certeza de que éste, que era mi lugar, ya no me pertenece.
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