La ventana al lado de mi asiento en el autobús mostraba trozos de paisaje, la raya blanca que delimitaba la carretera corría a una velocidad perezosa, el cacharro que me transportaba y sus demás ocupantes pasábamos (sin pasear) por un poblado pequeño, no le ponía demasiada atención. La radio del conductor comenzó una canción, mía desde hace tres años, cuándo aún no aplicaba a mi historia, ahora, en esos últimos meses la podía insertar, le daba mi voz sin mentir en las frases, el deseo de extinguir una sombra humana estaba presente en la voluntad del trovador al imprimir su pensamiento en una cinta y en la mente de la seguidora que viajaba hacia su casa aprovechando los días libres en la universidad (yo).
Dejando de enfrascar mi vista en el libro que traía cambié la dirección de mis ojos hacia el costado de la carretera. Unos cuantos árboles casi secos y de troncos nudosos intentaban proveer sombra, había además hierba, seca en su mayoría. Verdes sin mucho brillo y una gama de cafés ganaban a otros colores. El sol pegaba duro en el cristal que me impedía sentir el viento, quemaba las tejas, el tabique, el concreto de unas cuantas casas diseminadas, calculé 11 años a la niña con la mochila en la espalda que entraba en una.
Dejé que mis oídos se inundaran con la canción (mi pensamiento se sumergió en el mismo tema), en mi saliva el sabor del recuerdo amargó mi garganta mientras la tragué. Una lágrima buscó correr, lo intentó, pero era tan poca el agua disolviéndose en mi piel que no logró durar mucho, en mi interior a la altura del alma (yo la localizo en el tórax) sentí una especie de “pop”, un vacío que se liberó para dar paso a algo más, el reflejo resultante fue una mueca que pareció ser una sonrisa. Se sintió bien.
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