Cuando jugábamos a los camaleones.
Quise guardar el viento que silbó detrás de tu nuca en la botella de refresco vacía, pero el viento se murió, traté de memorizar el cuento del lobo en busca de su luna que grabamos con navaja en la banca despintada (¿te acuerdas?), pero ahora no exprimo de mi cerebro el final.
Ahora quiero que me lean las cartas y me digan cuándo te volveré a ver, si usarás la textura de ropa que te hace resaltar, si te seguirán gustando las palomitas con mantequilla artificial del cine, si aún te tronarás los dedos 3 ó 4 veces cada media hora. Quiero saberlo para imaginármelo día a segundo mientras te espero.
Me gustaría vivir el presente sin tener la constante necesidad de recrear lo que ya fue, o lo que será. Estar en paz con mi propio tiempo.
Mientras tú o el olvido llegan, me siento no entre fotografías tangibles, sino entre aquellas que el cloro de mi imperfecta memoria no logra desteñir del todo.
Dime que tú también puedes fijar la vista en la nada y ver de nuevo el pasillo con la interminable arcada a en donde el resto del Sol nos teñía de naranja a tono con los muros humedecidos por los años, para después camuflajearnos con las bugambilias del jardín, con el pasto o con el jazmín (olor/color). Huyendo sin ser vistos mientras reíamos por nuestra invisibilidad ante los ojos que no sabían reconocer nuestro juego.
Tendría que dar gracias al atardecer cómplice de nuestra piel que al final ennegreció en la muerte de la luz.
En la hora de la muerte de mi presente-presente, nacimiento de mi presente-pasado y mi presente-futuro. Célebración funeraria cuyo final se dictará con tu voz
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