viernes, 10 de junio de 2005

Desayuno recuerdo.

Untan mantequilla sobre el pan poroso, tan seco como el recuerdo de una noche en que el pavimento mojado y un puesto de hot dogs arrancarían la cuerda del big bang personal. Ese universo se expandió tan rápido que su muerte fue intantánea (pero renace en una agonía tímida, ciclo sin concluir).


Son los dedos largos y amarillos con la base ancha, siempre he pensado que no son las manos de pianista perfectas, pero saben preparar un buen desayuno de domingo solitario.
Día sólido, diría la tía que aunque es maestra no sabe hablar, ella también tiene una casa monumento a lo kitsch, ella no entra acá.

Preparan mis manos largas un café con leche con apodo de latté que pretende ser cool, contemporáneo, suena tan bonito, la palabra encanta, y llena la cabeza tanto como el recuerdo de esa noche, cuando usaba la chamarra negra de vynil y regalé un anillo de plata para que me recordaran en un viaje a Canadá.

Tendría que disculparme aquí a quien me acompaña en los días más intensamente tristes, al creador de mi alegría, por recordar al ahora dueño inmerecido de mis pequeñas ideas, es difícil explicar que no quiero ya a la persona-pasado, pero si tengo un aprecio a la anécdota, es una espiral cuyos extremos intentan ser círculos, algo así como una herida mal curada.

Quiero el fin de la novela iniciada en un diciembre pasado, pasado. Me conformo con el punto exacto del pan, es hora de acabar con el hambre de la mañana, apurar el latté y archivar los recuerdos porosos que se quiebran ante las mordidas de una cicatrización lenta, igual que esta digestión torturada por la memoria y un poco de estrés.

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