Me he topado con infinidad de voces describiendo ciudades, casi siempre me quedo con las que nombran nieblas, lluvias y una fría melancolía que invade a sus habitantes, enfriando su piel, su vista y a veces sus sentidos, envolviéndolos en un eterno slow motion que me hace suspirar.
De forma vaga recuerdo aquellos que describen lugares donde un calor pesado cae sobre la ciudad en forma de vaho húmedo, a los que les tocó vivir ahí un sombrero les cubre los ojos y de repente en mi mente se insertan una terraza y una mecedora, rara es la hamaca, me gusta pensar en llanos o desiertos, el estilo tropical no es tanto para mí.
Sucede que pierdo el asombro con las cientos de motonetitas que me rodean, con el calor que en lugar de crearme personajes con un pacífico pero oscuro secreto me avientan cuerpos que me estorban para recrear el entorno a mi antojo. En donde vivo no puedo moldear a la señora con sus dos hijos para que quepan en la historia que llevo haciendo de mi vida, no se adaptan, no funcionan. Tampoco al señor de taxi que no sonríe ni hace plática, y su refunfuño por no verme europea o con dólares en vez de emocionarme me pone agria. Ni qué decir sobre la escasez de personajes mudos, discretos o sombríos, acá son tan ruidosos, no necesariamente alegres, ruidosos simplemente. Pequeña, la gente también es pequeña, pero eso qué, hasta me gusta.
Dime isla, ¿qué te pasa que no te puedes adaptar a mí?
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