lunes, 8 de diciembre de 2003

Puedo escuchar un aullido, un llanto.

Ayer desperté con el deseo de un sonido. En la noche anterior había soñado a unos muertos que quedaban en el fondo pantanoso de una alberca a modo de fruta en conserva, cayendo melosamente al vencer la resistencia de un almíbar (época de sueños raros), pero el punto es que realmente quería escuchar un Violoncello. Una mirada inquisidora/ceja levantada ante el espejo me interrogaba ante aquel antojo sin origen explicable.

Sigo sin comprender una pizca, pero las ansias han podido más y he hostigado al buscador de canciones para adherir a mi computador unos cuantos minutos de sonido melancólico, casi lastimero.

Mientras mis oídos saborean y se satisfacen, puedo recrear una habitación forrada de madera rojiza, cada centímetro evocando aroma a seco y a antigüedad. A manera de cuarto psiquiátrico a la inversa donde los pies y manos desnudos, chocan contra superficies sólidas y resbalosas por un barniz, así como la piel del instrumento que escucho.

Ahora me dan ganas de que una persona me acompañe en mi encierro de voces graves y olor afrutado, aroma a fruta seca, no en conserva, tratando de evitar interrelación con el sueño de ahogados.

Pero, después de todo, es en estos instantes cuando realmente creo que aquel sueño era un cuento que otra persona me relataba en mis horas REM. Es ahora que aparece el antojo por saber la historia completa.

Personas que nadan en esas aguas sin ningún tipo de miedo a los que yacen en el fondo: Hablen para decirme qué secreto esconden. ¿Y para saber esto? Ahí si que no sé cómo le haré.

Es un día de cuerdas donde falta un final.

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