Para llegar a mi trabajo tomo el transporte público y recorro aproximadamente 500 metros caminando. A la hora de la comida tomo un taxi porque el sol está a todo lo que da y prefiero gastar unos pesos a maltratar aún más mi pobre piel. En todo tipo de recorridos uso audífonos con la música que tengo cargada en el iPhone o una estación de radio mexicana que acabo de descubrir y me hace feliz. Me he dado cuenta que todas las personas que viajan solas (recorridos largos o pequeños) comparten ese comportamiento. Llevamos la música por dentro, o al menos de acompañamiento permanente.
Alguna vez leí a alguien que ansiaba llegar a su casa para escuchar un disco nuevo que esperaba con anticipación, se negaba a hacerlo sin poner la atención necesaria a la música y dejarla como un simple acompañamiento. Al principio este comentario me pareció exagerado y me rehusé a adoptarlo alguna vez. Hasta hace un par de días mientras trabajaba, cuando sentí que un hastío arrollador me invadía, era cansancio con dolor de cabeza y ganas de darle una patada a la computadora para salir corriendo de ahí. Aguanté como las grandes hasta que terminó la jornada.
A la hora de la salida estaba a punto de sacar los audífonos cuando levanté la vista de mi bolso y aunque suene totalmente cursi, vi el panorama completo, en una especie de postal. Sentí que los ojos y los oídos se destapaban, la liberación del enfrascamiento en detalles (esos que siempre me agobian) para explorar lo macro, por llamarlo de alguna manera. No fijé la vista directamente en las placas de los carros, los zapatos de las personas o los letreros de los comercios, bueno sí lo hice por precaución peatonal, pero le di una oportunidad a la fotografía completa.
Dejé guardado el teléfono y dediqué una hora de mi tiempo sólo a caminar y escuchar el sonido ambiental. Me liberé de la dictadura auditiva autoimpuesta y me rendí a lo que se me ofrecía. Poco a poco la calma llegó a mi.
Creo que uno nunca sabe lo que podría aparecer en el horizonte y yo quiero darme cuenta antes que nadie, en primera fila y sin distractores.
Alguna vez leí a alguien que ansiaba llegar a su casa para escuchar un disco nuevo que esperaba con anticipación, se negaba a hacerlo sin poner la atención necesaria a la música y dejarla como un simple acompañamiento. Al principio este comentario me pareció exagerado y me rehusé a adoptarlo alguna vez. Hasta hace un par de días mientras trabajaba, cuando sentí que un hastío arrollador me invadía, era cansancio con dolor de cabeza y ganas de darle una patada a la computadora para salir corriendo de ahí. Aguanté como las grandes hasta que terminó la jornada.
A la hora de la salida estaba a punto de sacar los audífonos cuando levanté la vista de mi bolso y aunque suene totalmente cursi, vi el panorama completo, en una especie de postal. Sentí que los ojos y los oídos se destapaban, la liberación del enfrascamiento en detalles (esos que siempre me agobian) para explorar lo macro, por llamarlo de alguna manera. No fijé la vista directamente en las placas de los carros, los zapatos de las personas o los letreros de los comercios, bueno sí lo hice por precaución peatonal, pero le di una oportunidad a la fotografía completa.
Dejé guardado el teléfono y dediqué una hora de mi tiempo sólo a caminar y escuchar el sonido ambiental. Me liberé de la dictadura auditiva autoimpuesta y me rendí a lo que se me ofrecía. Poco a poco la calma llegó a mi.
Creo que uno nunca sabe lo que podría aparecer en el horizonte y yo quiero darme cuenta antes que nadie, en primera fila y sin distractores.
Dejé los audífonos no por excentricidades melomaníacas sino en búsqueda de eso que algunos llaman paz. Ahora trato de no llevarme el mismo esquema audiovisual de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No he dejado de lado que algunas veces el soundtrack personal es necesario, pero intento, por qué no, dejarme llevar por el mundo, que de vez en cuando alguna cosa buena debe ofrecer.