Llevo varios días pensando en la idea de independenciay que a mis casi 30 años no me resulta tan cómodo depender de mis padres. El no y el tan son agregados porque estar en casa tiene las mejores ventajas del mundo, nunca estar solo, tener comida casera, ropa limpia y una recámara con tv e internet que no debo pagar, ahí es donde los contras entran al desquite, el principal es estar en la lista de aquellos que no se fueron, y eso en una ciudad pequeña tiene una gran etiqueta de fracaso.
Hace años me fui a estudiar en otra ciudad, ahí reforcé el gusto por la soledad, siempre con el arnés invisible de la familia que no dejaba caer, sobre todo cuando no trabajaba y cada semana aparecía como por arte de magia dinero en mi cuenta. Lo más independiente que hice fue decidir gastarme ese dinero en un papel carísimo e inecesario para un trabajo que pudo realizarse con uno diez veces más barato o en escoger unas ruffles con queso y un frasco de nutella para comer (anemia y peso extra a mí).
Después el primer regreso a casa.
De ahí el primer salto lejano, al norte, aquello que parecía una simple semana de vacaciones se convirtieron en 8 meses en un ambiente distinto al que estaba acostumbrada. Un trabajo algo monótono pero gente agradable que me ayudaba a pasarla bien. Intenté a aprender a manejar, me resistí a cambiar mi refresco por su soda pero no pude escapar a que el acento golpeadito se pegara al mío, al cantadito que algunos de allá confundían con el chilango; o a que mi ciudad se perdiera por la idea de un mar para nada cercano. Estando allá llegó mi primera oportunidad de trabajar en lo que quería: construcción, pero tenía que volar hasta el sureste, al dichoso Caribe mexicano.
Fui a dar a una isla, donde aprendí que me faltaba el carácter para lo que en ese entonces creía era mi vocación, agarré fuerza de quién sabe dónde y resistí. Al año me regresaron al continente, la ciudad de vacaciones soñadas por excelencia, al menos de aquellos a los que les gusta la playa. Yo aprendía a querer el mar, y cómo no si a diario convivía con él, en el trabajo nos dedicábamos un poca destruir la naturaleza, digo sin no mucha vergüenza, eso de tener condominios entre el mar y el manglar da una vista increíble, pero los cocodrilos jamás volvieron a salir con la misma frecuencia.
Un año más y el trabajo en la gran compañía se terminó y como regalo de consolación me ofrecieron un nuevo traslado, otra vez al otro lado del país y a otro mar. Deje ese cabo suelto y volví a casa.
Por segunda vez.
En el descanso se atravesó una vesícula inservible, una operación, algunos kilos de menos que después recuperé y muchas entrevistas en el Distrito Federal, la ciudad más grande y cercana al hogar. Aprendí que el metro y google maps eran mis mejores amigos y logré entrar a un despacho pequeño con ambiente más agradable, tuve un jefe que hizo algún comentario de mi nombre y la relación con la religión que profesa para terminar en una plática sobre las elecciones para presidente en EU. Al final las cosas no resultaron como se planearon y volví a casa a encontrar un pequeño ingreso que por no pagar renta, transporte ni alimento resulta similar al que tendría viviendo en otra parte. Al fin de cuentas los mexicanos nos excusamos en la falta de oportunidades y la tradición familiar para quedarnos en casa.
Ha pasado más de un año y la no adolescente (adulta debería decir) en mí sabe que tiene que irse, que aquellas veces en que he conseguido trabajo pero el miedo a vivir con el dinero justo ya regresar a una casa donde nadie me espere debe terminar. Las cartas se han echado decenas de veces y siempre he optado por rechazar el juego, supongo que esto no puede continuar al infinito.
Es solo que quisiera hacerlo por algo que valga la pena, un fin mayor, saber que arriesgaré la comodidad por algo que me guste, no se si sea por la vocación, por el dinero, por la compañía o por descubrir horizontes. Sé que es hora, pero eso de encontrar rumbo y tomar vuelo lleva mucho más tiempo de lo que pensé.
Hace años me fui a estudiar en otra ciudad, ahí reforcé el gusto por la soledad, siempre con el arnés invisible de la familia que no dejaba caer, sobre todo cuando no trabajaba y cada semana aparecía como por arte de magia dinero en mi cuenta. Lo más independiente que hice fue decidir gastarme ese dinero en un papel carísimo e inecesario para un trabajo que pudo realizarse con uno diez veces más barato o en escoger unas ruffles con queso y un frasco de nutella para comer (anemia y peso extra a mí).
Después el primer regreso a casa.
De ahí el primer salto lejano, al norte, aquello que parecía una simple semana de vacaciones se convirtieron en 8 meses en un ambiente distinto al que estaba acostumbrada. Un trabajo algo monótono pero gente agradable que me ayudaba a pasarla bien. Intenté a aprender a manejar, me resistí a cambiar mi refresco por su soda pero no pude escapar a que el acento golpeadito se pegara al mío, al cantadito que algunos de allá confundían con el chilango; o a que mi ciudad se perdiera por la idea de un mar para nada cercano. Estando allá llegó mi primera oportunidad de trabajar en lo que quería: construcción, pero tenía que volar hasta el sureste, al dichoso Caribe mexicano.
Fui a dar a una isla, donde aprendí que me faltaba el carácter para lo que en ese entonces creía era mi vocación, agarré fuerza de quién sabe dónde y resistí. Al año me regresaron al continente, la ciudad de vacaciones soñadas por excelencia, al menos de aquellos a los que les gusta la playa. Yo aprendía a querer el mar, y cómo no si a diario convivía con él, en el trabajo nos dedicábamos un poca destruir la naturaleza, digo sin no mucha vergüenza, eso de tener condominios entre el mar y el manglar da una vista increíble, pero los cocodrilos jamás volvieron a salir con la misma frecuencia.
Un año más y el trabajo en la gran compañía se terminó y como regalo de consolación me ofrecieron un nuevo traslado, otra vez al otro lado del país y a otro mar. Deje ese cabo suelto y volví a casa.
Por segunda vez.
En el descanso se atravesó una vesícula inservible, una operación, algunos kilos de menos que después recuperé y muchas entrevistas en el Distrito Federal, la ciudad más grande y cercana al hogar. Aprendí que el metro y google maps eran mis mejores amigos y logré entrar a un despacho pequeño con ambiente más agradable, tuve un jefe que hizo algún comentario de mi nombre y la relación con la religión que profesa para terminar en una plática sobre las elecciones para presidente en EU. Al final las cosas no resultaron como se planearon y volví a casa a encontrar un pequeño ingreso que por no pagar renta, transporte ni alimento resulta similar al que tendría viviendo en otra parte. Al fin de cuentas los mexicanos nos excusamos en la falta de oportunidades y la tradición familiar para quedarnos en casa.
Ha pasado más de un año y la no adolescente (adulta debería decir) en mí sabe que tiene que irse, que aquellas veces en que he conseguido trabajo pero el miedo a vivir con el dinero justo ya regresar a una casa donde nadie me espere debe terminar. Las cartas se han echado decenas de veces y siempre he optado por rechazar el juego, supongo que esto no puede continuar al infinito.
Es solo que quisiera hacerlo por algo que valga la pena, un fin mayor, saber que arriesgaré la comodidad por algo que me guste, no se si sea por la vocación, por el dinero, por la compañía o por descubrir horizontes. Sé que es hora, pero eso de encontrar rumbo y tomar vuelo lleva mucho más tiempo de lo que pensé.
Pues me encuentro en las mismas, con diferentes circunstancias, pero el saber que no solo yo me siento así reconforta y después de leerte estoy cierto de que ya diste el primer paso (ser consciente del problema)
ResponderEliminarSuerte y si tu camino te trae por acá (D.F.) ten por seguro que si solicitas ayuda, la tendrás.