jueves, 2 de septiembre de 2004

Yo no sé cuánto me quieres,

si me extrañas o me engañas, sólo sé que ví llover, vi gente correr y no estabas tú.


Existen recuerdos que se mantienen difusos en nuestra memoria, inciertos, que mantienen la duda al filo, ¿fueron verdad o los soñé? ¿será que simplemente son endemoniadamente parecidos a alguna otra anécdota vislumbrada en un rincón de la vida o me los topé de frente?.

No puedo saberlo, y en el baúl llamado cerebro, tengo guardadas decenas de estas imágenes. Pero no las enumeraré, en este momento en que el shuffle hace estragos en mi biblioteca de música saltando del tango a los boleros, pasando por trova y un poco de pop rock, se cuela el sonido de tres guitarras que me avientan unas palabras de mi padre, aquellas mismas que no puedo establecer si fueron pronunciadas, o son remiendos de pláticas diversas que yo tejí como colcha de retazos, así que confiaré en que mi memoria no me es infiel y me dicta que a mi padre un éxito de los panchos le es especial.

Porque hubo un tiempo en que un joven estudiante enamorado de una muchacha de aquella ciudad de los ángeles deambulaba triste por no saber de ella desde semanas atrás, un pleito que parecía terminar con un futuro promisoriamente unidos.

Fue entonces que la moda del radio dictaba momentos de fotografía melancólica, lluvia, frío, llegada del otoño y hasta una estrella azul brillante, instantes en los que se desea tan solo una mano cálida y tierna, ese mismo muchacho que ahora me cuesta tanto imaginar podía escuchar la melodía y sentir un hueco en el esternón, ahí donde el corazón se apachurraba en afligidos latidos que llamaban al perdón del alma gemela herida.

El muchacho a través de su ventaba podría tener un libro gordo anatomía enfrente de él, pero su vista se dirigía a una tormenta vespertina, tan poco común en su ciudad natal.

La anécdota se llena de otros detalles más, algunas veces el muchacho escucha la canción cuando se protege bajo una cornisa de alguna tienda de dulces típicos, la radio del empleado acompaña su gabardina mojada y sus manos frías, aquella misma reacción que heredó a la hija, resultado de un final feliz, a la que le gusta enmarañar una simple historia que no puede recordar si su padre realmente le contó.

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