martes, 24 de agosto de 2010

Remedios simples.

Para llegar a mi trabajo tomo el transporte público y recorro aproximadamente 500 metros caminando. A la hora de la comida tomo un taxi porque el sol está a todo lo que da y prefiero gastar unos pesos a maltratar aún más mi pobre piel. En todo tipo de recorridos uso audífonos con la música que tengo cargada en el iPhone o una estación de radio mexicana que acabo de descubrir y me hace feliz. Me he dado cuenta que todas las personas que viajan solas (recorridos largos o pequeños) comparten ese comportamiento. Llevamos la música por dentro, o al menos de acompañamiento permanente.

Alguna vez leí a alguien que ansiaba llegar a su casa para escuchar un disco nuevo que esperaba con anticipación, se negaba a hacerlo sin poner la atención necesaria a la música y dejarla como un simple acompañamiento. Al principio este comentario me pareció exagerado y me rehusé a adoptarlo alguna vez. Hasta hace un par de días mientras trabajaba, cuando sentí que un hastío arrollador me invadía, era cansancio con dolor de cabeza y ganas de darle una patada a la computadora para salir corriendo de ahí. Aguanté como las grandes hasta que terminó la jornada.

A la hora de la salida estaba a punto de sacar los audífonos cuando levanté la vista de mi bolso y aunque suene totalmente cursi, vi el panorama completo, en una especie de postal. Sentí que los ojos y los oídos se destapaban, la liberación del enfrascamiento en detalles (esos que siempre me agobian) para explorar lo macro, por llamarlo de alguna manera. No fijé la vista directamente en las placas de los carros, los zapatos de las personas o los letreros de los comercios, bueno sí lo hice por precaución peatonal, pero le di una oportunidad a la fotografía completa.

Dejé guardado el teléfono y dediqué una hora de mi tiempo sólo a caminar y escuchar el sonido ambiental. Me liberé de la dictadura auditiva autoimpuesta y me rendí a lo que se me ofrecía. Poco a poco la calma llegó a mi.

Creo que uno nunca sabe lo que podría aparecer en el horizonte y yo quiero darme cuenta antes que nadie, en primera fila y sin distractores.



Dejé los audífonos no por excentricidades melomaníacas sino en búsqueda de eso que algunos llaman paz. Ahora trato de no llevarme el mismo esquema audiovisual de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No he dejado de lado que algunas veces el soundtrack personal es necesario, pero intento, por qué no, dejarme llevar por el mundo, que de vez en cuando alguna cosa buena debe ofrecer.

domingo, 22 de agosto de 2010

III. Maquillaje.

Ojalá pudiera delinearme los ojos, con pincel y líquido negro como debe ser. No al kohl.

Me tomaría una foto despeinada, con pijama pero sonriente por la mirada de diva cincuentera. Tendría eso y faltaría la cintura pero eso es demasiado pedir. Las medias se sustituirían por mallas y los tacones por botas a la rodilla saltándome una década más. Ajá, ¿y la pijama?

La hora perfecta para contarte estas cosas es una como esta, cuando llega el tiempo depresivo de recordar lo que ya se fue. Estaba a punto de contar cursilerías pero debo ir a practicar. Conseguí el espejo y la luz blanca. La vida mejorará.

jueves, 19 de agosto de 2010

II. El problema es (sin arjonismos o en el intento).

En los días como hoy que el trabajo es tan aburrido como ver qué tan larga puede hacerse una cadena hecha con clips llego a conclusiones tan sosas como la siguiente:

No doy mis opiniones tan fácilmente y la mayoría podrá pensar que soy muy callada, muy seria, o lo que yo misma pienso, muy aburrida. ¿Cuál es la razón?, me cuestiono.

Mi mayor problema es estar consciente de que siempre habrá alguien que piense, entienda, explique y cacareé algo más bonito que yo, entonces me contraigo como esponja seca y nada, a ver sáquenme de ahí.

Me falta esa seguridad para salir de mi silencio y atreverme a contarles cosas que wikipedia, IMDb o cualquier poeta medianamente sensible les dirá mejor que yo. Este ostracismo (qué bonita y socorrida palabra) no ocurre sólo en el blog al que desde hace mucho di por causa perdida. Es con la gente que convivo en carne, cercanía, olfato y tacto quienes me preocupan.

Parece que no me interesa conocer gente nueva y que doy por sentado que aquellos que me conocen de verdad tendrán la paciencia para escucharme y siempre estarán ahí a pesar de que los vea cada año porque nuestros destinos nos separaron. Ajá, el asunto es que empecé a mortificarme porque esos que me conocían están cada vez más lejos y más ocupados con sus nuevas vidas porque sí tuvieron el tino de 1. Conocer gente nueva o 2. Conservar al menos las más importantes.

He ahí cuando el sentimiento de soledad se vuelve aplastante, es como tener un millon de bracitos esperando conectarse y darse cuenta que los enchufes existentes son de otro continente. Dicho más simple, nomás no me hallo.

Sí, me siento en un monólogo eterno, aburrida y desmotivada. El único consuelo que me queda es que a la mayoría de los que conozco en persona son unos zoquetes y qué bueno que me libro de ellos. Entiéndanse bien, no los considero más zoquetes que yo (bueno, a veces sí) pero sí lo suficiente para no darse cuenta de lo que son.

Deprimente y amargado.

La única solución que se me ocurre es ser más receptora y en una de esas alocarme y que no me importe ni me muerda la trenza al ser transmisora. ¿Ud. qué dice?.

Acá entro yo misma respondiéndome: Inténtalo, ¿qué podrías perder aparte de la dignidad? Joi, joi.


martes, 17 de agosto de 2010

I. Sin culpa.

Una me vez me dijiste que creías en el paraíso pero no estabas seguro cómo sería.

Aquella vez quise creérlo yo también, un paraíso personal. El de la idea judeocristiana en el que se pierden los lazos familiares y afectuosos me sonaba a infierno.

Han pasado tantos años. Tantos que se ha perdido todavía más la fe. Quisiste estar a la moda y te encuentras sin dios, así sin máyúsculas. Ahora me haces compañía cuando pedimos un café sin remordimiento, no nos importa ni siquiera arruinarlo con azúcar y crema. Déjalos hablar.